martes, 28 de agosto de 2012

Sombras de esquina

De vacía mirada y de ojos acuosos,
perdida la niña con su muñeco de trapo,
caminaba por las oscuras calles
de aquel lugar tan conocido,
que en sueños visitaba de la mano de papá.

"Papá, ¿dónde estás?
papá, ¿ya no regresas?"

Papá la dejó sola y con ganas de llorar;
buscaba la niña
en cada esquina una sombra,
algún atisbo de cariño,
alguien a quién abrazar.

Bastantes candidatos,
buenos perros interesados
en acompañar su andar;
de nobles intenciones,
con pretensiosas sonrisas,
por noches efímeras
la niña los dejaba pasar.

Pero papá siempre en su mente,
papá siempre presente,
el único capaz de calmarle el alma,
ahogar sus penas,
descansar el peso que la niña llevaba atado a su espalda,
papá la conocía,
papá sabía lo que sufría.

Resignose la niña,
papá ya no estaba y no iba a regresar,
se fue flaco y arrugado,
débil, contaminado,
consumido,
deprimido, apesadumbrado,
y queda corto adjetivar,
proteger a su niña le costó la juventud,
la dignidad,
unos cuantos kilos menos
y bastantes lágrimas más.

La niña estaba muy triste,
extrañaba sus tardes felices,
la música estridente,
el movimiento permanente,
pero ella sabía que iba a acabar.
Pronto.

Dejó el muñeco en llamas en la acera,
cabello suelto a la cintura,
aquellas ondas peligrosas
con las que papá solía jugar,
media vuelta,
ni una mirada atrás,
creció la niña en un segundo,
ya no era una niña más.

Cogió su cartera,
sonrisa altanera,
ay, la niña,
le gustaba todo a su manera.

A buen entendedor,
pocas palabras,
Papá era el nombre del más fiel de sus perros,
el que más quiso en su momento,
el más difícil de reemplazar.

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